5.1.05

Santa Claus

Acababa de entrar el invierno en el pueblo. El mar calaba las zapatillas de Miguel con un agua fría lacerante. Estornudó varias veces después de quitárselas junto al brasero, una vez en casa y con la malla de pescados a medio llenar. Su padre le había dicho que el día siguiente habría regalos, tendría uno sobre la ceniza de la chimenea una vez que lo hubiese arrojado alguien, un amigo de todos los niños a quien nunca había visto y que por las noches de navidad sonreía a todos con un regalo.

Pero él no deseaba ningún regalo, ningún juguete, se acordaba de su madre y anhelaba en todo momento estar con ella. Cada vez que le preguntaba a su padre por ella siempre le contestaba lo mismo y no de buenas maneras, un ya volverá que sonaba demasiado bruto como para ser real a la percepción de un niño. Muchas veces Miguel solía llorar en lo alto del acantilado del pueblo, al pie del faro. Se sentaba en una roca admirando el infinito del agua a sus pies y lloraba porque no sabía qué sería de su madre. Siempre recordaba de ella un beso en la frente al dormirse, aquel beso tranquilizador, sin miedos, sin prisas, sin engaños. Y un día todo había cambiado de repente, su madre se fue o eso es lo que le decía su padre, se fue porque estaba loca.

Aquella noche Miguel soñó que volaría en un carro sin ruedas y sobre dos barras verticales deslizantes, una a cada lado. Las riendas estarían tomadas por un hombre con una gran barba blanca y un traje rojo forrado en su interior con borreguillo blanco. Y el trineo, que así lo llamaba Santa Claus, sería remolcado por la fuerza de dos sonrientes arces alados. Juntos sobrevolarían los cielos de todo el mundo a una velocidad tan grande como las distintas aldeas que visitaban. Cada vez que salieran de una de ellas el trineo estaría vacío completamente, y, con un toque de ilusión y unas curiosas risas este señor conseguiría que se volviera a llenar de regalos como por arte de magia. Cada vez, a cada paso que andarían juntos Santa Claus le hablaría más y más, le contaría más historias, sobre las personas, sobre los peces, sobre la vida. Todo ello rodeados los dos de un aura especial que sólo la imaginación podía entender. Recorrerían tierras inimaginadas en las que un regalo para un niño sería un plato de comida, y es que en más de la mitad de los pueblos encontrarían que el hambre vencía a las personas, niños sin nada, personas sin hogar, y ahí, en ese trasiego, sería donde Santa Claus le contaría a Miguel el porqué del mundo y de su existencia.

A la mañana siguiente encontró un recipiente de cristal lleno de agua sobre las cenizas de la chimenea. En su interior desfilaba un pez de colores desconocido para él que le escudriñaba al mismo tiempo que agitaba deprisa su cola para cambiarse de lado. Es tu regalo, le dijo su padre, vigilante detrás de la puerta para ver la impresión que hacía en el pequeño. Gracias, contestó, mientras caminaba con la pecera en brazos hacia su cama. Aquel pez le estaba enseñando mucho, le enseñaba a enfrentarse a la soledad, a la realidad, siempre con un toque de lástima, aquel toque del que le había hablado Santa Claus y que no todo el mundo podría entender. Ese pez había sido sacado por la fuerza del seno de su familia, de los suyos, sin un por qué justo.

Pensó en todo lo que le había contado el señor Santa Claus, todo era posible si uno lo deseaba, todo, hasta llenar el trineo de juguetes, de utensilios, de comida que dar a los demás. Todo en este mundo era ilusión, espera, calma, alegría o tristeza. Todo podría llegar, todo podría pasar.

La última vez que la vio fue con heridas y moratones en la cara. Me he caído, hijo, y me he hecho mucho daño, ¿vas a cuidar de mamá? Mientras hablaba lloraba profundamente, Miguel recordaba demasiados gritos en su casa, demasiadas escenas que le daban pena y ganas de llorar, se encerraba en su caparazón del acantilado. Y a la mañana siguiente, bien temprano, su padre le obligaba a salir a faenar para aprender el duro oficio.

Pero aquella navidad no fue como todas las demás. Se acordó de Santa Claus de nuevo, siempre le tenía en mente, inundó de esperanza su futuro, se vistió rápido para subir al acantilado y dejar libre al pez en el agua esperando que encontrara rápido a su familia y mientras se empapaba con la lluvia que apenas le dejaba abrir los ojos dirigió su mirada a los pies del precipicio, comprobando que no muy lejos de donde había caído su pez de colores se encontraba una barca con una persona dentro. Rápidamente, con el corazón saliente, con la sonrisa en la cara repleta de lágrimas y lejos, muy lejos de la lluvia, echó a correr por el camino de bajada hasta llegar a la orilla donde la barca se encontraba atracada y su madre con los brazos abiertos le esperaba. Juntos navegaron acariciados mientras Miguel recibía sus flamantes besos, sus regalos de infancia que tantos y tantos días le hacían dormir. Y durmió dando las gracias a Santa Claus.



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