24.1.05

Morior III

Alfonso se estaba muriendo. No sabía por qué se miró en aquel espejo. Una tarde pasó en el bosque, junto al río, junto a un espejo roto que encontró por el camino. Dudó de su valía, lo quiso tirar. Pero no, no lo tiró. Lo llevó al río y con la cara bien limpia en agua mágica, Alfonso se miró. Todo él brilló. Rayó la luz la densa estepa verde que cubría su aura encantada. Alfonso estaba dejando de ser Alfonso. Él siempre quiso soñar con una vida mejor, con una vida en la que pudiera volar, en la que pudiera saltar de esta tierra que pisaba con su mente tan lábil. Él quería ser el gran mar, no charco del desierto, no fuente cristalina. Su pasión era el mar. Aquel día el espejo se le cayó. Asombrado de lo que veía, Alfonso descubrió su verdadero poder. Creyó que no era humano. Creyó que era un ser celestial, que volaría, que sería capaz de nadar, nadar tanto hasta fundirse con el gran mar. Aquel día el espejo se le quedó allí. Regresó y soñó con todo lo que haría cuando fuese mar, cuando tocase la tierra y el cielo con la misma mano, cuando arrastrara todo el agua para bañarse en las altas cumbres. Pensó y no tardó en darse cuenta de que no era él. Oía ruidos por todas partes. Oía voces. Oía el viento pasar aquí y allá, las corrientes se fundían en torno a sus alas. Paseaba entre nubes de algodón fino y suave, paseaba entre los rayos brillantes de ese sol que le iluminaba los ojos y le mostraba el camino adonde ir. Cuanto más pensaba en su vida, en sus deseos de ser océano, de ser aire, más se daba cuenta de que no era él. Alfonso no se veía, ¡increíble! Se desvanecía toda aquella seguridad que antaño le perteneció. Desaparecía del aire para adentrarse en su sueño, en el gran mar. Perdió el control de sí mismo. No podía distinguir tanto cielo entre tanto mar. Y la confusión se apoderó de él. Porque Alfonso no sabía lo que hacía. Era dirigido por alguien. Era dirigido por algo que no encajaba. Por algo que ya no podía mandar ni en él ni en sus pensamientos. Sentía cómo pasaba la brisa marina por la superficie celestial de aquellos magníficos lugares. Y todavía podía sentir eso, tan importante para él. Creyó que su sueño se había cumplido. Pero Alfonso no era libre. No podía hacer lo que quería. Cuando quería detenerse en alguna parte, la deriva lo arrastraba. Cuando intentaba tocar sus tesoros no podía tocarlos. Y entonces supo que no quería eso. Que dejaba todas las preciosidades de este mundo al mando de otro porque su poder era mínimo. Alguien lo controlaba con un mando como el que Alfonso quería tener. Y cuantas más preguntas hacía al fuerte viento del ya atardecer, más se daba cuenta de que ese mando estaba roto, de que lo había hecho sin querer, junto al río mágico. Comenzó a divagar sobre sí mismo en tanto que oscurecía el sueño de la magia. El sueño de ese azul maravilloso a la luz y negro a la sombra. Alfonso caía. Comprendió su noviciado a otro mundo. Y cuando ya todas sus ideas sobre el bien -con el mal- se apoderaron de él, su visión se tornaba poco a poco borrosa, su escucha poco audible y su mente casi blanca, como si un muro de yeso le hubiera privado de su sueño, de su amor, de su vida.

Néstor Loí 8-10-98




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