30.11.04

Un dios en la montaña

Por un prado de bosquejos minúsculos, flores y ruiseñores al son de la eternidad danzaban los sueños del joven Khalid. Languidecía su realidad cuando en el portal de la sociedad se encontraba su cuerpo, luchaba por sonreír pero encontraba ese duro llorar. Un día, en su prado donde apaciblemente pacían numerosos mamíferos multicolores, observó al ras de su sombra una senda movible de miles y miles de hormigas que se deslizaban en una dirección pero en dos sentidos, como si fuera una gran mole plana de asfalto por la cual rodar hacia el norte o hacia el sur. Siguiendo uno de los dos lados hasta el final encontró un gigantesco hormiguero, del cual entraban y salían muchos individuos. Comenzó a observar detenidamente los movimientos que realizaban: los que salían lo hacían de vacío, se cruzaban con sus supuestos amigos que regresaban de una larga jornada de trabajo; los que volvían traían algo entre las mandíbulas, siempre algo de riqueza en su mundo, la cual no era más que alimento. Los movimientos de unas y otras al cruzarse eran disuasorios, choques a gran velocidad intentando protegerse y reconocerse, roces frontales para intentar visualizar el tamaño del amigo u oponente. Las más listas se dispersaban por los flancos, las menos intrépidas desfallecían en medio de la conjunción de pasos que trotaban por encima de sus cuerpecillos. Khalid empezó a clasificarlas, a pesar de los cientos que entraban y salían cada minuto. Algunas de ellas tenían que ser arrastradas por otras, “había de sobra”, se dijo, mientras contemplaba cómo su dieta era de lo más variada y hasta sus desvalidos, heridos y muertos eran aprovechados también. Se dio cuenta de que en su viaje la ceguera les tapaba la realidad; en un devenir continuo en pos del fruto sagrado habían olvidado quiénes eran sus hermanos, padres, primos y demás familiares si es que algún día fueron conscientes de que los tenían. Habían sido concebidos para una misión, la de alimentar los futuros huevos, las clases altas de la hegemonía hormiguera y llenar su despensa de comida para soportar el frío, el agua y el desasosiego. Entre toda esa maraña de individuos que caminaban con ganas de cumplir con el trabajo cuanto antes también había clases sociales, en el centro del hormiguero había individuos más grandes que los demás que salían y entraban, más grandes que los normales, más fuertes en apariencia y de más valía, supuso, para la gran ciudad que se escondía bajo su mirada. Esas hormigas gigantes parecían ser las capataces de tamaño tinglado, dirigían y ordenaban hacia dónde salir a las trabajadoras que salían, Khalid las llamó directrices. Otras, un poco más dentro del hormiguero y entre la densidad de las pequeñas, sobresalían por el tamaño de su cabeza, eran pocas y su aislamiento le indujo a pensar que se ocupaban de la protección de las futuras estirpes, las llamó reinas. Y entre el populacho incomprendido, amo todopoderoso del trabajo enérgico y alimentador de la riqueza de la extraña ciudad que se abría ante sus ojos y ante su moralidad, desvió su vista hacia las hormigas obreras, tal y como las llamó tras un no muy largo pensar. Conoció en ellas los rasgos de la servidumbre, de la incomprensión, de la irritabilidad excesiva por llegar a desempeñar antes que ninguna otra su trabajo excelso cueste a quien le cueste, y pensó. Su yo se transformó en un híbrido entre ser humano y hormiga obrera, y se transportó hacia las montañas que trascendían a lo lejos de sus ojos de humano.

Sus árboles habían visto demasiados asesinatos, su suelo había sido pisado por demasiada hipocresía, por rudo interés y por unas absurdas ideas de poder que concluían en mandatos de intolerancia y persecución de las ideas de progreso para constituir un reino, dinastía o régimen tiránico, ya no sabía encauzar el papel que le había sido reservado a su alma de crecer en libertad. En constantes luchas por el hambre y entre las tinieblas que llegaban a sus oídos por parte de militares, los rumores de escape se trasladaban de joven en joven hasta que se decidían a nadar si fuera necesario hasta orillas de pan y buena vida. Khalid nadó, se hundió y flotó para llegar a las costas que auguraban los ecos de su tierra. Encontró oposición y resistencia egoísta entre las gentes, que vivían en calles llenas de casas con tiendas de comidas y ropas, parecía que el orden imperaba en ese mundo, completamente distinto a lo que había vivido, estantes de libros se abrieron paso a su admiración. La inteligencia se había visto crecida gracias al acceso a la cultura y a la libertad. De los errores cometidos por sociedades anteriores se aprende a construir la nueva sociedad sin tantos fracasos. Pero el poder puede trocarlo todo.

Un rincón de dioses, pensó. La mente de Khalid en lo más alto de la montaña podía vislumbrar la más lejana de las vidas que le rodeaban. Explorando la ancestral sociedad del hormiguero concluyó sus pensamientos: esas obreras que trabajan día y noche por alimentar las futuras manadas de hormigas que proseguirán haciendo su mismo trabajo cuando vivan tienen una filosofía de vida, cierto es que se la han impuesto, igual de cierto que es necesario para la conservación de la especie. Las directrices controlaban todo sin trabajar, las reinas vivían de las rentas conseguidas por las hermanas obreras, aunque ese matiz conceptual entre otras cosas marcaba la diferencia. Una sociedad de clases gobernada por unos pocos, comprendía Khalid, es tan difícil comprender, decía mirando las azules nubes que esquivaban la montaña. La diferencia son nuestros centímetros cúbicos de capacidad cerebral, donde se mezclan o se deben mezclar todos los valores para ser iguales. Pensó que entre los seres humanos todos somos iguales, quiso pensar en que no existían las clases sociales que no llevaban a nada más que a una rebeldía justa por conseguir la igualdad. Pensó en el conocimiento de todos, pues nos tenemos que ayudar los unos a los otros para poder vivir a gusto, en paz y felicidad. Pensó, finalmente, en controlar desde allí el poder que le había sido asignado a su alma, antaño joven guerrera y fuerte como la hiel, y se propuso reorganizar esos bosquejos que rodeaban el prado que tanto tiempo había pasado por su mente, esos astados permanecerían consumiendo el verde que seguiría creciendo ante las miradas de los millones de insectos que caminarían bajo él, dulce y cortésmente se saludarían con grandes abrazos amistosos y los más ligeros y alados avisarían a los seres más grandes por encima de ellos su presencia en el lugar, para evitar accidentes no deseados. Aquella sociedad de clases del gran hormiguero se aboliría para encargarse cada grupo de la alimentación de su familia, y si alguien lo necesitaba, por supuesto, se le ofrecería ayuda.

Esa sed de poder también estaba presente en las sociedades humanas. No lo comprendía. No podía comprender cómo, entre la abundancia, podíamos recurrir a tan poco. Para él ese deseo de tener riqueza, manifestada de diversas formas en el mundo industrializado, consumista y televisivo, no era más que un pretexto para buscar otra vida. Khalid encontró al llegar a un país del primer mundo mucha pobreza mental. Desprecio, miedo, incomodidad, distinción, violencia, racismo, incomprensión. Le resultó increíble ver cómo el desarrollo social había sido gigantesco, pero la mente aún podía ser más trabajada. La cultura vasta que estaba en vigor de esa sociedad sucumbió ante las nuevas necesidades que pedían un cambio. Admiraba la enorme catapulta de la educación, se prendó de todo lo que significaba saber. Y tras años de convivencia austera con muchos de los ciudadanos ha aprendido a vivir; se ha integrado en una sociedad en la que perfectamente puede existir, pues no es más que un ser humano que ha absorbido de los libros el poder de saber distinguir lo que está bien de lo que está mal, nadie mejor que él sabe lo que significa ayudar, no hay mejor forma de apreciar algo que careciendo de ello, sabe que debemos luchar por la igualdad porque todos somos iguales, no importa la raza, el color, el idioma, el sexo ni la religión. Ha aprendido a vivir en paz, ha aprendido a amar ese pedazo de prado de color alegre que se viste ante sus ojos día tras día con multitud de animales y personas respetuosas, y sólo pide que se le respete.

Comments:
A veces estoy descalza y mis pies no caminarían ni una esquina ,pero hay otras que siento que caminaría kilómetros sólo para ver si existe un Dios en las montañas...
 
Publicar un comentario

<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?