2.11.04

Puré de patatas

Qué pelo más grasiento. Salió de allí haciendo fu fu. Con una camisa de raso azul familiar, un poco transparente y sudorosa, calle abajo sin contemplaciones, con una lluvia de petardos y cohetes que estallaban a dos pasos de él. Uno de ellos se le incrustó en el brazo, le ardía la camisa, la piel y las ganas de quitárselo de encima, corrió más y más entre explosiones de placer -al parecer-, luces de júbilo y demás retorcidas chorradas de las alegres sonrisas petarderas que le imbuían una y otra vez en su fiesta. Cuando llegó a la puerta no había nadie, abrió, entró y cerró y por ese orden, si no no podría haber visto lo que vio. En uno de los cuartos estaban tumbadas tres mujeres, las mismas que en la peluquería se reían de ver la escena. Aparentaban sue?o, yacían boca arriba muy juntas -lo que le pareció raro- y con la boca entreabierta, se acercó y descubrió lo que no había pensado ni podía pensar, más que nada porque era imposible. Sus melenas estaban completamente desbaratadas, nada parecido a lo que había pasado en la peluquería, donde estaban bajo un calefactor blanco que hacía un ruido horrendo. Se reían de él como condenadas en sus sue?os más íntimos, con revistas a todo color cargadas de fotos de personas sin texto, y de vez en cuando se levantaban para agitar sus rulos al aire y menear el trasero de forma poco original pero resultona. Completo horror, no daban se?ales de vida, no sabía qué hacer, no sabía cómo salir, el brazo izquierdo profundamente herido con bastante sangre y las manos pegajosas como la sangre misma. Muertas, se dijo tras asumir la delicadeza de sus manos la excelsa tarea de reconocer o no reconocer sus vidas. Nervioso, ansioso de volante, cerró la puerta, bajó y subió al vehículo hasta el valle del álamo, al final del prado, para que le hablara la única persona de este mundo que le hacía caso, su Lope. Pensaba mientras aceleraba la máquina negra que parecería una fiera a los mosquitos que se cruzaban en su camino que le quería, que era afín a él, se entendían, y además se querían. Le ayudó su imagen antes de rozar a un deshojado, antes de cada frenada, antes y después de llegar a verlo. Hablaron poco, volviendo al volante del desasosiego hacia la mansión, tras haber mantenido una absurda conversación. Antes y después de bajar del preciado coche había luces cegadoras, y mientras cerraba la puerta se volvían a repetir los murmullos de fondo, cada vez más cerca de sus oídos. Subió, no había nadie en la calle, en ningún sitio, al abrir encontró a Lope en la misma situación que ellas, encima, constituyendo un montoncito sin vida de materia inerte que no respondía ni a las patadas que les propinaba. Bajó y corriendo subió calle arriba con idénticos caramillos de virtud supuesta que no llegaba a comprender. Cohetes y ruidos se agolpaban contra él, le deseaban en todo momento, al igual que Lope, que en sus sue?os sería su único amante o al menos el único no desquiciado de todos con los que solía acabar. Fuego en un muslo, le ardía la pierna izquierda, le habían hecho una herida abierta de fuego y cenizas, pesaba, tardó en llegar a la peluquería que continuaba con la puerta abierta.

Entró tras advertir de un corte de pelo, sentadas a su izquierda tres mujeres con sonrisas entre rápidas palabras farfulladas como la seda, más cerca un ridículo espejo a su derecha y enfrente el peluquero, un tipo medio con una curiosa vestimenta brillante a la luz, amarillo reluciente y elásticos ajustados violetas, zapatillas ridículas -como todo- y boina hortera negra que descuelga. Tras haberse sentado echa la cabeza hacia atrás, saca un barre?o de una pasta amarillenta, una masa pringosa y pastosa parecida al puré de patatas de Lope, ya no siente dolor en la pierna ni tampoco en el brazo, ya sólo se siente inmerso en el barullo de fondo que dirigen las tres mujeres de su izquierda, ahora le aplica la masa asquerosa del sucio recipiente por la cabeza, restriega una y otra vez rascando con las u?as negras, cargadas de basura orgánica y apestoso dinero, grasientas al rehogo de la pasta. Cierra los ojos, intenta olvidar lo visto, pero al abrirlos se ve con todo eso colgando de la cabeza, y risas y risas de fondo provenientes ya ni sabe reconocer. Después de levantarse salió corriendo calle abajo hacia la casa. Más petardos, más pitidos, las luces le perseguían pero seguía corriendo. Hacia el fin del enigma, quería descubrir bajo su terquedad qué estaba pasando este día tan extra?o, nada iba bien con malas compa?ías por arriba sin saber exactamente qué era arriba ni por qué. Se le pasaron por la cabeza un sinfín de cosas pero ninguna encajaba, todas eran desencadenantes de un pensamiento de Lope. Un día le había dicho que iba a morir. No dio detalles asegurando que no quería asustarle, que viviera, que saltara, que se prendara de alguien racional entre los suyos con quien compartir un día triste o alegre. Oídas desde muy joven, aquellas palabras tan bien grabadas no obtuvieron respuesta. Se había enamorado de la forma de decirlas, no ya de él mismo que le volvía loco, sino de su forma de afrontar las situaciones y de resolverlas, sobre todo. Solía hacer a veces para casi todos una pasta amarilla que mojaba en el arroyo para que no se quedara tan densa, y la ofrecía a quienes la quisieran; de ahí que le recordara todo a estos días en los que se comía todo lo que él hiciera para estar cerca. Pero en el fondo
Lope era uno más. Él no siempre le tenía en la cabeza, pero en situaciones desesperantes como esta aparecía con firmeza y pies de plomo. Además nunca llegó a nada con él pero verle muerto y acordarse al cabo de no sé cuánto tiempo le impresionó. Precisamente porque le hizo recordar todo lo prohibido, digamos. También se acordó de quiénes eran las tres mujeres de boca entreabierta que yacían cuerpo sobre cuerpo en el vestíbulo de la gran mansión circular. Y fue ahí y no antes cuando le entró el pánico en el cuerpo, coincidiendo con la vuelta del conocimiento pero no de la frialdad de su mirada. La piel le temblaba porque el inevitable dolor había regresado a sus carnes estampadas con un horrible signo parecido a un número. La velocidad de la máquina ya no era tal, iba descendiendo a medida que los jadeos nacían y crecían dentro de sí mismo antes de llegar a la casa. Resbalaba una y otra vez pero se levantaba con fuerza y ganas de llegar, intentaba no escuchar el vocerío que resplandecía junto a las luces en algún sitio del cielo, alguien le estaba castigando con la debilidad -pensó- impropia de él. Lo conseguía, volvía a levantarse y a caminar lentamente, esta vez para dilucidar quién demonios le tiraba al suelo y por qué cada vez le dolía más la quemadura tan terrible del muslo que no podía ni mirarse por miedo al desmayo. Nadie, una y otra vez iba al suelo empujado por la trampa de pitidos, luces y sinrazón que le albergaba una multitud escondida y cegada por el tumulto de lo absurdo. Se echó pensando en que no tenía ganas de nada, no quería oír lo que oía, anhelaba la paz del prado verde, deseaba tener a Lope al lado para estar con él, para mirarle a los ojos, para que le hablara con su tono de voz tan resonado y dulce para él. Quería asegurarse de quiénes eran las tres mujeres de la peluquería, resolver el enigma que desde hace mucho tiempo se le impuso y por supuesto, ver al peluquero, quien se le había evaporado de la mente desde que le echó la papilla por la cabeza y seguía despotricando cuello arriba cuello abajo para quitársela de encima. Abre y cierra rápido los ojos para dejarlos completamente abiertos, parece que hay voces, pitidos en torno a la puerta de los cuartos de la gran casa. Petardos dejan de sonar y los cohetes cesan de dibujar lanzas humeantes por el aire en su misma dirección. Incluso algunas luces descienden de intensidad, poco a poco el silencio gana paso hasta desembocar en la calma. Se sorprende, se arma de valor, de fuerza y de velocidad, incluso llega a creer que todo ha acabado, que tras esa puerta estará Lope con una de sus sonrisas espectaculares y se dirigirá a él para charlar un rato. Corre hacia allá con su valor propio enriquecido con las ganas de saber. Tras atravesar la puerta descubre la misma monta?ita. Lope en lo alto sin vida, sin hablar, sin regurgitar el placer de proporcionar a los demás los ratos de antes. Se ha acabado todo eso y lo confirma porque está consciente. Las otras tres yacen muertas y aunque sabe quiénes son se lamenta de ver perdido a su Lope. Al girarse le retorna el dolor a su cuerpo, se siente herido y corre hacia la otra puerta en busca de su sino. Por fin, a unos metros y con todo el silencio del mundo, el peluquero se le acerca con una espada en la mano amenazante. Se la clava y se hace la luz. Con el griterío de fondo cae asesinado en un ruedo de arena que parece un enorme plato de puré de patatas en el que un tenedor y un cuchillo le han quitado la vida.


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